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Y aunque hace tiempo que René entiende, supone, que es un invento de la imaginación, la imagen, tan imposible como imborrable de su padre diminuto al pie de una ola monstruo, de leyenda, a punto de arrasar con todo, muelles, barcos, malecones, y gente, mucha gente, está menos en el recuerdo que impregnada, indeleble, junto a otras, como una pátina gelatinosa que cubre el cerebro. Si se le preguntara, René haría hoy un relato bastante más razonable del que pudiera haber hecho hace cuarenta años, pero si le pidieran que ilustrase la historia mediante un dibujo, sin dudarlo recurriría a esa imagen fabulosa. Hay otro detalle que exalta la impresión todavía un poco más y es que cada vez que su memoria la convoca y lo toma por sorpresa, la ola, en su máximo estado de despliegue, raspando el cielo, es una ola detenida, una ola en pausa, a lo sumo trepidante, pero irrevocablemente estática, no de veinte, ni de treinta, sino más bien de cien o doscientos metros de altura, una ola extraordinaria, como si, en lugar de duplicar o triplicar la superficie de la playa al retirarse, el mar se hubiera retraído hasta el límite del horizonte cargando toda el agua del planeta.

Iosi Havilio. Estocolmo

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