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Durante seis meses, tal vez un año, no me acuerdo, había sentido su ausencia con la intensidad de un dolor de muelas. (...)
Cómo podía hacer entender aquello a Jesse, cómo podía hacer que se le pasaran deprisa los meses siguientes, incluso el año siguiente, hasta llegar a ese delicioso punto final en que te despiertas un buen día y en lugar de sentir la pérdida (el dolor de muelas), te sorprendes bostezando, colocándote las manos detrás de la cabeza y pensando: “Hoy tengo que hacer una copia de la llave de casa. Es muy peligroso tener una sola llave”. Son unos pensamientos maravillosamente banales y liberadores (¿Cerré la ventana de abajo?), una vez que el calor del incendio ha pasado y su recuerdo queda tan lejos que no sabes exactamente por qué duró tanto o a qué vino tanto jaleo, o quién hizo qué con el cuerpo de ella (fíjate, los vecinos están plantando un nuevo abedul).
Como si la cadena de un ancla se hubiera roto (no te acuerdas de dónde estabas ni de qué estabas haciendo), te percatas repentinamente de que tus pensamientos vuelven a pertenecerte; tu cama ya no está vacía, sino que simplemente es tuya, para que leas el periódico, o duermas o... Cielos, ¿qué iba a hacer hoy? ¡Ah, sí, la llave de la puerta principal!

David Gilmour. Cineclub

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